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Un día en la historia de Durango… La ciudad a principios del siglo XX

05/07/2020 - Hace 4 años en Durango

Un día en la historia de Durango… La ciudad a principios del siglo XX

Cultura | 05/07/2020 - Hace 4 años
Un día en la historia de Durango… La ciudad a principios del siglo XX

Un día en la historia de DurangoPor: Pedro Núñez López

Mostrando sus galas de la ciudad, así como el alumbrado y de como el agua llegaba a las casa y como se deshacían del drenaje en aquellos tiempos, empezaremos por las plazas con su ornato o adorno, consistió en nuestra Plaza de Armas, más chica, con su kiosco y un trecho en arco e tubo de fierro cubierto de rosales y hacia el norte; sus árboles, truenos y palmas que daban sombra y ofrecían descanso a nuestras gentes, refugio de millares de chanates que aturdían con sus trinos al caer la tarde, y sus jardines y bancas de madera y fierro pintadas unas, descoloridas y desteñidas otras, sin faltar los boleros con sus cajones de trabajo.

El jardín Victoria frente al Palacio de Gobierno, con su estatua del primer Presidente de México, jardín oscuro por la noche, mal alumbrado, descuidado, con muchos enamorados acurrucados a la sombra de los árboles, ardientes parejas bajo el influjo del amor; y sus bancas sucias, manchadas por los despojos de chanates y pajarillos. El jardín Hidalgo con su estatua de bronce al Padre de la Patria, poco alumbrado, con sus prados cenizos, descuidados, mal atendidos y sus asientos de madera y fierro; el jardín Juárez, triste, solo, abandonado, también escaso de alumbrado, con sus prados pardos, secos; y el jardín de San Antonio, hoy Morelos, sin pavimento, oscuro, tétrico, escueto, con asientos de piedra y ladrillo, lleno de truenos y frondosos árboles, con andadores de tierra suelta y jardines lacios, secos, casi sin luz, ahora modernizado, bonito, con bancos de granito y una fuente en el centro, además un busto en bronce del Cura Morelos. El Parque Ortiz de Zárate con sus ocho leones de cantera, dos por cada entrada o esquina, y su monumento a Ja Independencia, con su águila de cantera sobre el mundo, su quiosco de pilares de fierro y piso de madera al poniente; y otro a manera de caseta del lado oriente, con persianas pintadas de colores estilo peluquería, que servía para guardar escobas, regaderas, azadones y’ otros menesteres de los jardineros.

Para el sur, caminando hacia el puente de La Pasadita, calle de Urrea, estaba el estanque de los Patos, donde ahora se encuentra un servicio público de confort o sanitarios, a donde concurrían diariamente a divertirse muchos chiquitines, acompañados de familiares o «pilmamas», a mirar nadar y comer a los patos y gallinitas del agua, gansos y cisnes. Este estanque medía más o menos unos 30 metros de largo por ocho a 10 de ancho, y estaba protegido con tela de alambre sujeta a postes de madera, con una caseta en forma de kiosco en medio del estanque para albergar a las aves.

El paseo de Las Alamedas hasta llegar a Las Moreras con su estatua de Benito Juárez que mira al norte de la calle de Constitución y sus cuatro estatuas de cantera simbolizando las cuatro estaciones del año, repartidas entre las calles de Zaragoza, Hidalgo, Independencia y puente de Granada; en Las Moreras, casi junto al puente de El Ariel la estatua al Comercio y más adelante mirando al oriente la estatua a la Patria, obras de arte de Benigno Montoya; siguiendo al poniente La China y el Ojo de Agua, lugares solos, llenos de maleza y charcos, sombríos y fangosos, muy visitados por vagos y viciosos, ahora convertido en nuestro atractivo y hermoso Parque Guadiana.

El alumbrado público era muy deficiente, mejor en el centro de la ciudad, y se le conocía como «luz de arco»; estaba en los cruceros de las calles y consistía en unas bombillas grandes en forma de esfera que tenían corno pantalla una especie de lavamanos de peltre invertido, que cubría la bombilla de vidrio grueso, lámparas suspendidas y sujetas por medio de cadenas delgadas que se enrollaban en carretes de metal que estaban fijas a un tercio de altura de los postes de la luz, facilitando a los empleados electricistas cambiarles constantemente carbones, bajarlas, subirlas después de limpiarlas y ponerles sus repuestos; los carbones eran unos cilindros cortos de 20 centímetros de largo por media pulgada de grueso que se empleaban en el servicio, mismos que usaban también los aparatos de cinematografía.

En verano, por la noche, cuando llovía mucho, aparecían cientos de cucarachones grandes que revoloteaban en derredor de la «luz de arco»; eran tantos estos insectos gigantes de grandes pinzas o cuernos que tapizaban el suelo de los cruceros y banquetas. Cuando descendían fatigados de volar se atarantaban del porrazo que se daban al caer, y muchos, una gran cantidad de estos voladores amanecía muerta, aplastada.

Las calles que quedaban a distancia del servicio de luz que tenía el centro sufrían de tinieblas; un poste con un foco chico que daba una luz amarillenta, opaca, débil, que servía más bien para orientar porque a pocos pasos ya se caminaba entre la oscuridad. Muchas calles y callejones no tenían alumbrado, así que era peligroso andar de noche si se vivía en barriada o calles apartadas; un susto o una caída con fractura era fácil.

La luz eléctrica duraba de las seis de la tarde a las 11 o 12 de la noche, ello cuando no había interrupciones que eran muy frecuentes. Inmediatamente después de la función de cine o teatro nocturna se apagaban todas las luces, quedando la ciudad como boca de lobo; entonces había que seguir a los «torteros» que traían unas cachimbas de petróleo sobre sus cajones aparadores para poder llegar, por lo menos acercarnos al domicilio sin tanto miedo, eso sí llevaban nuestro rumbo, cuando iban por camino opuesto nos dábamos prisita o corríamos por media calle, aunque llegáramos a casa con los zapatos llenos de tierra o lodo; solamente en noches de luna vagabundos hasta avanzadas horas, sin «pis… pis», un poco más tranquilos. La mayoría de la población se aluzaba con aparatos y linternas, las gentes pobres con cachimbas de petróleo, velas de sebo o parafina. Pasó tiempo para que llegar las lámparas de gasolina y mejorara el alumbrado eléctrico.

Por entonces era suficiente el agua potable para abastecer a la población (28 a 30 mil habitantes), pero como no había drenaje por muchas calles se presentaba el problema en la mayoría de las casas y viviendas por falta de tubería y llaves de agua; así que escaseaba el líquido, comprándose para el uso diario y beber a los «aguadores» que la acarreaban y surtían a domicilio en botes de cuatro hojas que daban a un centavo el bote, agua que fleteaban sobre burros, en cajones de madera, o bien sobre los hombros, en palancas de encino.

Estos aguadores llenaban sus botes de las llaves públicas que había por todos rumbos de la ciudad. En Bravo y Arista, lugar conocido por «Las Víboras» estaba una especie de fuente o pila grande con tomas de agua de donde se surtía la barriada de «Tierra Blanca” había otras tomas por Luna, barrio de Chihuahua y Analco; en algunas esquinas de los barrios del Escorial y San Antonio, por las calles de Apartado, Regato y Voladores, por las Canoas y Estación, por todos lados había llaves de agua públicas.

Las amas de casa conservaban este elemento en destiladeras de cantera para tomar, el resto en barriles, tinajas, botes, baldes y ollas, poniéndoles un trozo de carbón vegetal para contrarrestar los microbios en el agua. A todas horas del día se veían «aguadores» por las calles acarreando a domicilio agua para el gasto; el baño no se daba seguido, también por aquello de que la «cáscara guarda al palo». Otra cosa que se compraba diariamente era el carbón, la leña y el ocote, y siempre se encontraban arrieros por las calles ofreciendo este valioso combustible indispensable en toda cocina; cargas de leña de encino, de madroño o huizache, carbón y ocote para que humearan las chimeneas de ladrillo en casa del acomodado, y el bracero en el hogar del pobre, o a suelo Razo sobre las piedras, donde se ponía a cocer el atole, los frijoles y echar las tortillas y gordas, además el carbón calientito, la lumbre para las planchas el día de asentar la ropa, los trapos del cambio semanal.

Por el mismo motivo de la falta de drenaje las casas en su mayoría tenían escusados de sótano, (WC) que forzosamente había que vaciar cuando era necesario y llegaba la hora de efectuar esa operación, esa maniobra. Se presentaba Moto, así se apellidaba un hombre dedicada a esta ocupación, acompañado de varios macheteros, tres o cuatro, a media noche o en la madrugada, envueltos en costales viejos y mantas, tapados de boca y narices y comenzaban a cargar barriles, a sacar en un carretón su nauseabundo cargamento que envenenaba el aire y ofendía el olfato fuertemente, dejando olores insoportables al paso de su carga mortífera, quedando las calles apestando por horas, mientras llegaban fuera de la población a tirarla, pero en los viajes que echaban y por los brincos que daban los carretones sobre las piedras de las calles, siempre la regaban, la desparramaban poco, pero sí la regaban. Estos hombres dedicados a tan inmundo trabajo cobraban de acuerdo con la profundidad del escusado, que medían con un otate, a tanto el metro o barril.

Información Obtenida del Libro . Como era nuestra ciudad del Sr. R. López (El Prieto López). Las imágenes fueron obtenidas en el grupo «Durango Antiguo» del Facebook.

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Un comentario en "Un día en la historia de Durango… La ciudad a principios del siglo XX"
Edwin Adame dice:
Tiene la fuente del dibujo que ilustra la nota? me gustaría conocer el autor de dicha obra
17/02/2022
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