¡Ay, Chatito! La historia de Félix Díaz Mori y de la frase “en política no tengo amores ni odios” (segunda parte)
20/03/2025 - Hace 15 horas en Durango Estado¡Ay, Chatito! La historia de Félix Díaz Mori y de la frase “en política no tengo amores ni odios” (segunda parte)

Por: Gilberto Jiménez Carrillo
Alcanzado el grado de teniente coronel, el Chato y su caballería fueron de los primeros mexicanos en confrontar a los franceses, antes de la batalla del 5 de mayo, en 1862. Al lado de su hermano fueron derrotando poco a poco a los galos hasta alcanzar a ocupar la Ciudad de México el 21 de junio de 1867, dos días después de que fusilaran a Maximiliano en Querétaro. A partir de entonces, los Díaz se metieron a la política, y mientras el hermano mayor perdía la candidatura a la presidencia frente a su paisano Juárez, el Chato ganaba en 1867 la gubernatura de su estado. Entonces, como dicen, ardió Roma, pues Félix Díaz gobernó como si estuviera en guerra todo el tiempo. A tres años en el gobierno Félix Díaz era autoritario e intolerante, pero sobre todo un antirreligioso violento. Además, no era antirreligioso de panfleto, sino que se encargó de limitar el poder del clero y en cuanto tenía ocasión se presentaba personalmente con su séquito a burlarse de curas, monjas y monaguillos por igual. En una acción sin precedente permitió que se destruyeran pinturas, muebles, retablos y esculturas del templo de Santo Domingo, lo que llevó a la turba a saquear iglesias y conventos. ¿Qué hubiera dicho su señor padre?, un ferviente católico que rezaba a cada rato y hasta llegó a usar el hábito de los terciarios de la orden de San Francisco. Durante su periodo hubo una sublevación por parte de los juchitecos en el istmo de Tehuantepec: “Tengo la firme certeza de exterminar a los sublevados en veinte días y cortarlos de raíz”, escribió el Chato al presidente Juárez. A mediados de 1870 un grupo de juchitecos, gente creyente y aguerrida, atacó un retén del ejército como protesta por las injusticias del gobierno. La cosa se fue agrandando hasta que el Chato armó un batallón y marchó a Juchitán personalmente. Después de fuertes luchas, Díaz venció a los sublevados y mandó a quemar el pueblo entero, para después pasar a cuchillo a los que alcanzaran. Además, capturó y fusiló a varios héroes que habían combatido valientemente a los soldados franceses. Fue entonces que ya ensatanado, Chatito Díaz decidió entrar con todo y caballo a la parroquia principal, donde con una cuerda lazó como becerro al santo patrono del pueblo, el dominico San Vicente Ferrer, y ante la gente horrorizada arrastró al santo por todas las calles. De regreso a la capital del estado, el Chato se sentía el mismísimo Napoleón y un gran conquistador, hasta que recibió la comunicación del Presidente Juárez regañándolo y ordenándole que de inmediato regresara el santo a su gente. Obedeciendo, el Chato mandó a empaquetar la reliquia, pero como no cabía en la caja le cercenó los brazos, los pies y la cabeza, misma que se quedó como trofeo. Los juchitecos jamás perdonaron la profanación y majadería. Y como nadie es dueño de su destino, el momento de venganza llegó cuando dos años después, mientras el Chato secundaba a su hermano Porfirio en su rebelión contra la reelección de Juárez (Plan de Noria), los juchitecos lo apresaron cerca de Pochutla en enero de 1872. Así, “el Gobernador fue atado a un caballo y arrastrado por el campamento, tal como él hiciera con el Santo Patrón de Juchitán. Con la ropa desgarrada y la piel sangrante, los soldados descalzaron a El Chato, y con un filoso machete le cortaron las plantas de los pies, dejándolo sin piel. Acto seguido, lo obligaron a caminar en la arena caliente (otros refieren que sobre carbón al rojo vivo). Las palabras que Félix Díaz escuchaba de los juchitecos eran una repetición constante de acuérdate de San Vicente. Finalmente, al Gobernador de Oaxaca le cortaron los genitales y se los introdujeron en la boca, para después cortarle los brazos y la cabeza, de modo que la humillación que él propinó estaba saldada. Los zapotecas istmeños cobraban caro la mutilación y desaparición de su santo. Años más tarde, cuando Porfirio Díaz ya era presidente, le presentaron a uno de los asesinos de su hermano. Díaz lo miró y ordenó que lo soltaran. Su frase dejó helados a los presentes y pasó a la posteridad: “En política no tengo amores ni odios”.
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