Por: Juan Francisco Arroyo Herrera

El jueves de la semana pasada, el rotativo New York Times, por conducto de una de sus escritoras, emplazó al presidente Andrés Manuel López Obrador para que en un perentorio plazo que vencía a las diecisiete horas de ese día dijera lo que tuviera que decir en relación a un reportaje que sería publicado al día siguiente. En el diario dijo que decían que habían dicho que dijeron, que andaban diciendo que decían que alguien dijo que otro había dicho que el mandatario había recibido por interpósitas personas fondos para su campaña, sin precisar lugar, modo, tiempo, forma y demás circunstancias en las que se habían hecho llegar las sumas.

El comunicado fue dirigido al vocero presidencial Jesús Ramírez Cuevas, quien lo hizo del conocimiento del tabasqueño. ¡Oh, sorpresa! Como si no conocieran al jefe del ejecutivo. No solamente se desentendió del amenazante cuestionario, sino que al siguiente día lo publicó íntegramente en su internacional “mañanera”, dando a conocer incluso el teléfono de una señorita Natalia que fue el canal para conocer la postura de AMLO sobre el ya trillado infundio de que está relacionado con el narcotráfico.

La tragicomedia que pretendía el Times se vino abajo, más cuando López Obrador revirtió la acusación conminando a los Estados Unidos a que confirmaran o negaran la especie respecto a la ignominiosa calumnia. El departamento de Estado de inmediato saltó para negar que su país o sus autoridades tuvieran algo que recriminarle a Andrés Manuel, echando por tierra y desactivando el montaje que a parir de nada o de un vulgar chisme querían endilgarle, todo por el ambiente político que campea en nuestro país, que la derecha y los detractores de nuestras autoridades no han podido contener con pronunciamientos serios y viables.

Para no irse de oquis y salvar la honrilla, el periódico se aferró al hecho de que se haya dado a conocer el teléfono de su empleada, toda vez que se había filtrado información en contravención a la Ley general de acceso a la información. Periodistas corifeos, apátridas que le hacen el caldo gordo a los golpeadores de México, aterrados sostuvieron que era una infamia y un delito a la intimidad y a la integridad de la señora.

Existe un principio general de derecho que obliga: “El que afirma está obligado a probar”. Si en el vecino país existen leyes, también en México contamos con la Constitución Política, que si bien a lo largo de su existencia ha sido ultrajada, pisoteada, vilipendiada e ignorada por las propias autoridades, en su artículo 16 exige ineludiblemente que exista denuncia o querella de un hecho que la Ley señale como delito, sancionado con pena privativa de libertad y obren datos que establezcan que se ha cometido ese hecho y que exista la posibilidad de que, en este caso, el señalado lo cometió o participó en su comisión.

¿No fue entonces la reportera, quien con su libelo está acusando sin ningún fundamento al presidente?, sin tener ya no una prueba, sino un dato de que fue partícipe en el irrisorio delito. Solo que para entonces ya violó, además del Código Nacional de Procedimientos Penales, el Código Penal Federal y el Código Federal de Procedimientos Civiles; el artículo 1916 del Código Civil Federal que previene: “Por daño moral se entiende la afectación que una persona sufre en sus sentimientos, afectos, creencias, decoro, honor, reputación, vida privada, configuración y aspectos físicos, o bien, en la consideración que de sí misma tienen los demás. Se presume que hubo daño moral cuando se vulnere o menoscabe ilegítimamente la libertad o la integridad física o psíquica de las personas”. ¿O es que los periódicos y los periodistas sí pueden violar impunemente la Ley?