Por: Juan Francisco Arroyo Herrera

Cuando, en el 2000, Ernesto Zedillo entregó al inútil de Vicente Fox Quezada la presidencia de la República, al mismo tiempo dejó en la orfandad absoluta al Partido Revolucionario Institucional y lo condenó a su desmembramiento, a un futuro incierto pero anunciado, su desaparición. Antes del gris de Zedillo, los titulares del Ejecutivo tenían un control absoluto del partido del Poder Judicial y del Poder Legislativo, por cuanto se refiere a sus partidarios, ya que los de la oposición se cocían aparte, sazonados con millones de pesos para sacar adelante los caprichos del presidente, impresos en sus iniciativas de Ley.

Por principio, los gobernadores se empezaron a salir del huacal convencidos de que el Comité Ejecutivo Nacional dejaría de ser parásito del erario mexicano y en adelante dependería de las cuantiosas aportaciones de las entidades federativas. Lo que siempre fue un secreto, un oscuro amasiato PRI-PAN, se convirtió en un descarado concubinato al que convidaron al moribundo PRD. Se amarranaron para subsistir, convirtiéndose en un vulgar grupo de presión, pero con un raquitismo político que los ha hecho actuar patéticamente.

Fox, dueño y depositario de una evidente inepcia, prepotencia monstruosamente combinada con su innata testarudez, que había prometido un gabinetazo le salió al país con una y un pedazo. Su administración nunca prosperó y quedó mocha, como mocha dejó con una inusitada estolidez nuestra bandera nacional, que por cierto se cruzó en el pecho cuando irreverentemente se fue a postrar al altar de la Virgen Morena, dueña de un arraigado matriarcado en nuestra patria.

En lo político nunca se interesó de tomar el control del Partido Acción Nacional. Lo dejó algarete, y aunque en su chachalaco pecho se anidaba el fantasma de Santiago Creel como prospecto a sucederlo, Felipe Calderón le comió el mandado. Como quien arrebata el dulce a una inocente criatura, le quitó la candidatura y se hizo “haiga sido como haiga sido” de la presidencia, pero con un infame resultado que no merece reconocimiento alguno y del que solo logró el adjetivo de “Borolas” y quedara al descubierto su proclividad y entrega a las bebidas espirituosas, de lo que hay constancia en videos que circula en las redes, donde se balancea lastimeramente a punto de caer de trompa. Lo que siguió ya es historia, sin pena ni gloria continúo Enrique Peña Nieto.

En 2018, tras dos estafas en las que le hicieron un abrakadabra a sus triunfos, tomó posesión como presidente de la República el tabasqueño Andrés Manuel López Obrador, que muy pronto empezó a cumplir con todos sus compromisos de campaña, ante el estupor de la derecha y de los priistas que según ellos no sabían de donde salía tanto dinero. Socarronamente, se encuentra en sus cuentas bancarias o invertido en bienes inmuebles, empresas o en enjuagues con extranjeros, desde luego en detrimento del país. De una manera desatinada sin ningún sostén psicológico, sociológico, político y diplomático, lanzaron varias campañas de desprestigio que, lejos de hacerle mella, han contribuido a elevar su popularidad y de la candidata Claudia Sheinbaum.

Para rematar, como despedida y para no irse de oquis, cometieron su última pifia: nombrar a Xóchitl Gálvez como candidata a presidenta. Creyeron que la  posicionarían  por su carácter “festivo”, pero resultó una ensalada de estupideces, vulgaridades, incoherencias, impreparación, falta de cultura, ayuna en la política económica de México, deslenguada. Ha pretendido a base de insultos, mentiras, ofensas, groserías, majaderías, mermar el avance de Claudia y solo ha logrado que los mexicanos se decanten definitivamente por la doctora Sheinbaum, quien parece decirles: “Gracias por su inconmensurable apoyo” al nombrarla su candidata.