Arquitectos de nuestro destino
Se dice con mucha razón que la vida es lo que cada uno hace de ella. Esta realidad está muy bien ilustrada por cierta pintura que se encontró en un templo antiguo. En ella se observa a un rey que convierte su corona en una cadena. A su lado está la figura de un esclavo que convierte sus cadenas en una corona.
No son las circunstancias las que determinan la calidad de la vida, sino la manera como nosotros decidamos manejar esas circunstancias. Sin embargo, algunos jóvenes se pasan la vida lamentando lo que no tienen. Razonan que serían felices si pudieran pertenecer a una familia con mayores recursos económicos. O si tuvieran por lo menos algunos de los atributos de sus amigos o amigas: Un mejor cuerpo, mayor inteligencia, más habilidad para los deportes, una voz más agradable, el talento de la música o el don de la simpatía.
Si ahora mismo estás cometiendo ese error, conviene recordar la parábola de los talentos. El jefe de un negocio entregó a tres trabajadores una determinada cantidad de dinero para que lo invirtieran. Dos de ellos así lo hicieron y produjeron ganancias, pero uno escondió el dinero por temor a perderlo. Cuando el jefe regresó, premió a los que habían invertido sus recursos dándoles aún más. Pero al que escondió el dinero, lo llamó «empleado malo y perezoso» y, además, le quitó lo que tenía.
Por esta razón se nos aconseja: «Los talentos, aunque sean pocos, deben de ser usados». El jefe le dijo: «Muy bien, eres un empleado bueno y fiel; ya que fuiste fiel en lo poco, te pondré a cargo de mucho más. Entra y alégrate conmigo».