De mi puño y letra
Tienes algo importante que apuntar y no tienes nada con qué escribir. Como no te fías de tu mala memoria comienzas a revolver los papeles y cajones de tu escritorio hasta que finalmente encuentras un boli sin tapa.
No quieres malgastar un folio, así que escribes en la parte de atrás de un sobre, un folleto, un billete de metro o lo primero que encuentras. Comienzas a deslizar el bolígrafo sobre el papel, pero no pinta, queda una marca casi invisible en la superficie. Tratas de repasar el trazo, pero es peor, porque la poca tinta que sale lo emborrona todo.
Diriges tu mano a una esquina y comienzas a dibujar garabatos circulares a gran velocidad, hasta que, en el mejor de los casos, consigues liberar la tinta de su depósito. Entonces escribes lo que querías, si todavía lo recuerdas.
A veces la mente funciona igual que un boli.
Tienes el deseo de escribir pero no puedes, porque no sale la inspiración, porque hace demasiado tiempo que no te paras a pensar en una idea, una historia o una canción. Comienzas una frase, pero cuando la repasas con la mirada, te das cuenta de que el papel en realidad sigue en blanco, porque lo que lees no es lo que habías pensado.
Te obcecas en buscar nuevas formas de decir lo mismo, tratando de recuperar ese recuerdo casi invisible que en tu cabeza tenía sentido, pero sólo consigues que cada intento sea peor que el anterior.
Es el momento de abstraerse, de pensar en otras cosas, aunque no tengan nada que ver -incluso- aunque no tengan sentido. Y entre tanta divagación puede que, en el mejor de los casos, encuentres un nuevo hilo conductor para tu idea, tu historia o tu canción. Es la vida del escritor.