Envejecer es obligatorio, crecer es opcional
El primer día de clase en la universidad, nuestro profesor se presentó a los alumnos y nos desafió a que presentáramos a alguien que no conociéramos todavía. Me puse de pie para mirar, y vi una pequeña señora, viejita y arrugada, sonriéndome radiante, con una sonrisa que iluminaba todo su ser. Dijo: “Eh, muchacho… mi nombre es Rosa. Tengo 87 años. ¿Puedo darte un abrazo? ¡Claro que puede!
Y ella me dio un gigantesco apretón. «¿Por qué está usted en la facultad en tan tierna e inocente edad?», le pregunté. Yo estaba curioso por saber que la había motivado a entrar en este desafío con su edad y ella me contó:
«Siempre soñé con tener estudios universitarios, y ahora estoy logrando uno”. Después de clase caminamos hasta el edificio de la unión de estudiantes, y compartimos una tableta de chocolate. Nos hicimos amigos enseguida. En el curso de un año, Rosa se volvió un “icono” en el campus universitario y hacía amigos fácilmente dondequiera que iba.
Al fin del semestre invitamos a Rosa a hablar. Fue presentada y se aproximó al pódium. Cuando comenzó a leer su charla preparada, dijo simplemente: «Discúlpenme, ¡estoy tan nerviosa!. Nunca conseguiré colocar mis papeles en orden, así que déjenme hablar a ustedes sobre aquello que sé». Ella despejó su garganta y dijo: “No dejamos de jugar porque envejecemos, envejecemos porque dejamos de jugar”.
Una semana después de doctorarse, Rosa murió tranquilamente durante el sueño. Más de dos mil alumnos de la facultad fuimos a su funeral en tributo a la maravillosa mujer que enseñó, a través de su ejemplo, que «nunca es demasiado tarde para ser todo aquello que uno puede probablemente ser».