Por: Guillermo Fabela Quiñones

La cruda realidad se impone siempre sobre las naciones y los individuos, por más que se quiera encubrir con promesas que pronto demuestran su inviabilidad, con acciones impactantes que pronto pierden interés público, con hechos contradictorios con unas y otros cuyo final es contrario a lo que se quiere. Esto se advierte en el afán del presidente López Obrador de mostrarse como firme defensor de la soberanía nacional, mientras que los resultados concretos demuestran que nada ha cambiado en la relación bilateral con Estados Unidos.

Pronto será aprobado el nombramiento del nuevo embajador de Washington en México, el demócrata Kenneth Salazar, quien ante senadores en su proceso de ratificación demostró que sabe muy bien cómo entenderse con un mandatario como el mexicano, y que por encima de cualquier situación lo prioritario en su encomienda será velar por los intereses de los inversionistas de su país en el nuestro, “reconociendo la soberanía de México”, bajo la premisa de que “el futuro de ambos inextricablemente (está) ligado y la relación requiere de ardua y constante búsqueda de cooperación”.

El nuevo embajador conoce a fondo los intríngulis de la relación bilateral; fue secretario del Interior con Barack Obama como jefe de la Casa Blanca y senador. Sabe que tendrá presiones muy fuertes de los sectores conservadores de su país, como lo dejó ver el senador republicano Todd Young, quien preguntó: “¿Por qué parece que el gobierno de México está menos dispuesto a trabajar con el gobierno de Biden que con Trump?”. Él se encargará de que tal percepción cambie en muy poco tiempo.

Mientras tanto, el presidente López Obrador tendrá margen para comportarse como firme defensor de la soberanía de Cuba, impulsor leal de una América Latina solidaria y un factor de unidad continental con visión de futuro. Siempre y cuando no se oponga, ni por asomo, a las estrategias de la Casa Blanca de un panamericanismo liderado por Washington. Mucho menos en las actuales condiciones, de crisis estructural del imperio impulsada por el calentamiento de la guerra fría contra la dupla que conforman China y Rusia.

Tal realidad será avasallante, en todos los sentidos, particularmente en lo económico por la doble dependencia: la importancia cada vez mayor de las remesas de nuestros connacionales y el yugo del T-MEC del cual no podremos zafarnos. No es casual que el Fondo Monetario Internacional (FMI) haya invitado como orador principal al gobernador saliente del Banco de México, Alejandro Díaz de León, para enviar un mensaje muy claro al mandatario mexicano: “Estímulos masivos como los adoptados por las economías avanzadas no son opción… Debemos permanecer conscientes de nuestras limitaciones políticas y nuestra susceptibilidad a los choques externos e idiosincrásicos”.

Para que no quedara duda sobre lo que se nos viene encima, afirmó: “Para beneficiarse al máximo de la recuperación liderada por Estados Unidos, las economías de mercado emergentes deben promover un ajuste ordenado de sus mercados financieros nacionales”. Hasta aquí llegará el margen de la soberanía, más allá no habría posibilidad de “participar” en la recuperación económica del coloso del norte. Es decir, que por más desplantes que se hagan para no perder el apoyo de quienes siguen confiando en una transformación histórica, la realidad nos ubicará en las verdaderas dimensiones de un régimen que creó expectativas inalcanzables.

Ahora no queda más que afrontar la realidad, sobre todo ante la imposibilidad, en este momento, de contar con el apoyo masivo de un pueblo concientizado. No se hizo esta tarea a tiempo, ahora se pagarán las consecuencias de anteponer la demagogia al imperativo de encarar el reto de cambiar las estructuras en total desmembramiento desde hace décadas. ¿Fatalismo geopolítico?

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