Por: Guillermo Fabela Quiñones

¿Podríamos esperar los mexicanos que la relación bilateral entre nuestro país y Estados Unidos cambie favorablemente a partir de que este primero de julio entre en operación el T-MEC? Es factible, pero no por el tratado en sí mismo, sino por la actitud que asuma el Gobierno del presidente López Obrador en defensa de los intereses nacionales en una coyuntura muy compleja. La crisis económica y social que atraviesa la súper potencia, se suma al proceso electoral de noviembre cuyo desenlace será crucial para el futuro del mundo.

El presidente Donald Trump, peligroso de por sí por su sectarismo supremacista, lo será aún más por su estilo de llevar las cosas a la línea divisoria entre lo posible y el fracaso. No es casual que Mike Pompeo, el responsable de la política exterior de la Casa Blanca, haya afirmado: “Necesitamos que el Gobierno mexicano dé un paso adelante y haga más para crear un conjunto de instituciones democráticas en Venezuela”. Esto, a sabiendas de que el presidente López Obrador ha reiterado su firmeza en no inmiscuirse en los asuntos internos de otras naciones.

Las elecciones estadunidenses son un parteaguas para el mundo, no tanto porque con la derrota de Trump pudiera cambiar el sistema político de la nación vecina, sino porque aflojarían tensiones peligrosas a nivel internacional propiciadas por el extremismo reaccionario del magnate metido a político. De ahí su interés en involucrar al Mandatario mexicano en su proyecto intervencionista y evitar que sea un referente en el contexto latinoamericano tan necesitado de liderazgos progresistas.

Nunca como en este momento, la nación vecina ha experimentado una división tan radical como la que se vive entre las huestes fascistas que dan su voto a Trump, y la ciudadanía consciente que sabe del riesgo que representa la continuidad de un proyecto racista, antidemocrático, decidido a confrontar a Estados Unidos con China, con las consecuencias fatales que surgirían inevitablemente en una escalada irreversible.

La irracionalidad tiene un límite, y Trump está a un punto de rebasarlo. Aunque, por otro lado, también ha defraudado a quienes como él quisieran que Estados Unidos volviera a ser la súper potencia que surgió con el triunfo de la entonces Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial, triunfo que fue capitalizado por la nación que menos sufrimiento y desgaste tuvo en la gran contienda global. De ahí el enojo de John Bolton, exasesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, quien acaba de publicar el libro “The room where it happened” (La habitación donde sucedió), en el que acusa a su exjefe y amigo de “errático y desinformado”, y lo más doloroso para Bolton: Haber hecho fracasar el plan de “resucitar la Doctrina Monroe y derrocar al Gobierno de Venezuela”.

La visita del Mandatario mexicano a Washington estará marcada por el interés de Trump de utilizarlo con peón en el tablero de ajedrez con América Latina, en la coyuntura de afianzar la hegemonía geopolítica del imperio en la Patria Grande. Esto sería un factor importante para que los demócratas indecisos no tuvieran empacho en votar por la reelección del Republicano. López Obrador tiene prestigio en el sur del continente por haber llegado a la Presidencia con un triunfo legítimo, su trayectoria de luchador social y su firmeza en la lucha contra la corrupción.

Los meses que faltan para noviembre serán de estira y afloja entre la Casa Blanca y Palacio Nacional. Esta compleja realidad en México se sumará a la crisis económica por la pandemia. Por eso es vital que López Obrador se centre en apuntalar su fuerza política, con un partido sin fisuras libre de oportunistas, y con un gabinete afín al proyecto de la Cuarta Transformación (4T).

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