Por: Guillermo Fabela Quiñones

La tragicomedia política mexicana se vive en toda su intensidad, con protagonistas que por sus ambiciones trasnochadas o en proceso de consolidación, no acaban de entender que la inercia del sistema político pone a cada quien en su lugar sin necesidad de tanta alharaca, como sucede actualmente. Con una oposición que se esfuerza en hacer el ridículo y un grupo gobernante que actúa como si quisiera obstaculizar a propósito su propio proyecto, la sociedad civil se mantiene a la expectativa en espera de que unos y otros dejen de perder el tiempo en necedades dejando a un lado los imperativos del futuro.

El problema de fondo es el derroche de recursos económicos en una puesta en escena cada vez más grotesca, que patentiza lo que pareciera una exageración pero que en los hechos es una realidad: la edificación del sistema democrático en México es la más cara del mundo. Con el triunfo del partido ajeno a la nomenclatura tecnocrática neoliberal en el 2018, se supuso que por fin el país iba a entrar en una nueva etapa donde no tuviera cabida la farsa electoral firmemente apuntalada desde 1929. No ha sido así, como es fácil verlo con los tejes y manejes de los máximos organismos electorales “autónomos”, y la incapacidad de las fuerzas políticas de “oposición” de no ver más allá de sus mezquindades.

No se han dado cuenta que el presidente López Obrador les ha dado todas las facilidades para que hagan su trabajo de “oposición”. En vez de aprovechar tan extraordinaria oportunidad, la cual sí ha entendido la cúpula empresarial, siguen obstinados en recuperar el poder político que perdieron por sus excesos, abusos, corrupción y manifiesto desdén por las clases mayoritarias, al extremo de ponerlas al borde del estallido social, de lo cual se aprovecharon las organizaciones del crimen organizado por el propio régimen podrido desde muchas décadas atrás.

No entienden que quienes quieren la transformación limitada que está impulsando el actual régimen son los mismos que no aceptarían el regreso de los grupos de interés liderados por delincuentes de cuello blanco. No quieren el regreso de ese México convertido en camposanto, sino ponerle fin con medidas que no se salgan de su control, lo cual comprende perfectamente el ocupante de Palacio Nacional. Sin embargo, quienes deberían ser los primeros en apoyar este gatopardismo, las autoridades electorales, insisten en querer liderar un proyecto inviable porque no cuenta con el apoyo de quienes tienen en sus manos los hilos del poder económico y financiero, con el beneplácito de la Casa Blanca y los organismos internacionales más conspicuos.

Por eso es grotesco que se acuda a las sedes de la OEA y de la CIDH, entre otras, para denunciar “persecución política” e “intromisión del narco en las elecciones pasadas”, cuando en el exterior se tiene una radiografía muy completa de la realidad nacional, más amplia que la que poseen los partidos y las autoridades electorales e incluso la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN). Lo que hacen es ponerse en ridículo, demostrar que tienen sobra de recursos y de libertad para movilizarse como les venga en gana. Mientras internamente, las fuerzas democráticas pierden la oportunidad de organizarse para impulsar un cambio verdadero con orientación progresista.

El caso más lamentable lo representa el partido en el Gobierno, el cual perdió los primeros tres años del sexenio en simulaciones perversas para evitar avances concretos en favor de cambios de fondo. La prueba más clara de ello fueron las maniobras para que Morena no avasallara el Poder Legislativo, como pudo haberlo hecho con todo el capital político que ganó en los comicios del 2018. Se frenó al partido de modo irresponsable, ahora se pagan las consecuencias con negociaciones muy costosas para aprobar leyes sin las cuales es improbable la consolidación de la Cuarta Transformación.

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