Por: Guillermo Fabela Quiñones

Entre las muchas cosas que la clase política tendrá que atender de manera prioritaria, ante el agravamiento de la pandemia en el mundo, está el imperativo de hablar con la verdad. No hacerlo implica graves consecuencias, el ejemplo más claro lo tenemos en Estados Unidos, el país que ocupa el primer rango a nivel mundial en el número de muertos y de contagiados activos: 129 mil 871, y 2 millones 874 mil 129, respectivamente, hasta el día lunes 5 de julio.

Aun así, el presidente Donald Trump declaró que el virus COVID-19 “es totalmente inofensivo en 99 por ciento de los casos”. Ante tal despropósito, el comisionado de la Administración sobre Alimentación y Medicamentos (FDA), Stephen Hanh, luego de señalar que no intentaba entrar en polémica con el Mandatario, puntualizó: “Lo que diré es que tenemos datos que demuestran la existencia de un problema grave. La gente debe tomárselo en serio”. No hacerlo, como lo ejemplifica Trump, con la finalidad de ganar el voto de los “optimistas irracionales”, tiene consecuencias catastróficas.

Así lo vimos en México al entrar la capital y algunas ciudades del interior en la fase de semáforo naranja, el 24 de junio. Como se demostró el domingo 28, la mayoría de la población sigue viendo la pandemia sin un mínimo sentido de responsabilidad. Quedó en evidencia el imperativo de que las máximas autoridades del país actúen con base en la realidad de un problema que se puede salir de control en cualquier momento; la consecuencia sería perder lo ganado en los meses de confinamiento, aseguran profesionales expertos como el doctor José Manuel Nogueira.

Quedó claro que el pueblo de México, contra lo que afirma el presidente López Obrador, no tiene madurez para actuar como lo exigen las dramáticas circunstancias que estamos enfrentando. Se demostró que se perdió la noción de solidaridad, pues nadie de quienes salieron a la calle obedeció la regla de la sana distancia, muy pocos la utilización del cubre bocas, y la “Nueva Normalidad” no se vio por ninguna parte, como si los cuatro meses transcurridos desde febrero hubieran sido una serie de televisión.

Si el interés político de coyuntura y el económico neoliberal, se anteponen a la verdad científica, el país entrará en una fase catastrófica como está sucediendo en Estados Unidos, Gran Bretaña, Italia y Francia, aunque en estos países europeos, por los altos niveles educativos de la población, la debacle se pudo frenar hace un mes, incluso contra el interés prioritario de los gobiernos de dar prioridad al asunto que más preocupa a las grandes corporaciones y negocios trasnacionales: Las ganancias por encima de cualquier otro objetivo.

El presidente López Obrador ha navegado entre corrientes opuestas, sin una definición categórica acorde con la gravedad de la pandemia. Las consecuencias están a la vista: 32 mil 014 decesos contabilizados oficialmente hasta el martes 6, y 268 mil 008 contagiados, de los cuales más de 26 mil son activos. La Secretaría de Salud federal está en un atolladero, como se podrá ver en poco tiempo si no se toman medidas firmes, como las que dispuso la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum. A nivel federal, el Presidente tiene la responsabilidad.

La Secretaría de Salud federal debe guiarse por la realidad, no por conveniencias políticas. El problema es muy serio, tanto que la subsecretaria, Asa Cristina Laurell, decidió renunciar a su cargo el 18 de junio antes que ser corresponsable de una situación que amenaza salirse de control.

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