Por: Juan Alberto Esquivel y Cebrián

Grandes -y crónicos- son los problemas que enfrenta México; desde ser una «economía emergente» (esto es, que aún no halla su rumbo), a casi 200 años de concluida su guerra de independencia y de casi cien del cierre de su guerra civil reconocida como Revolución, hasta el imperio factual del crimen organizado y la violencia en ascenso (a pesar del enorme sacrificio que los integrantes de las fuerzas armadas y de las policías realizan cotidianamente).

Y, en cambio, gracias a la política de transparencia instituida sexenios atrás, la publicidad de la falta de probidad y honestidad de funcionarios públicos es mucho más frecuente de lo deseable.

Estos problemas, que se han agudizado en los últimos años, nos reflejan políticas públicas ineficaces; esto es, que quienes nos han «recomendado» los partidos políticos como buenos gobernantes, no los han hecho quedar bien y, en cambio, los han hecho fallarle al país que los financia generosamente.

Es claro que, la falta de políticas públicas eficaces para llevar al país a un verdadero desarrollo socioeconómico, junto con las fallas en la prevención, contención y la justa sanción del delito y ambos factores sumados a una economía que hunde en la pobreza a más o menos la mitad de la población nacional, son un caldo de cultivo más que fértil para el florecimiento de la corrupción en la administración pública y sus repercusiones en el gran capital, como lo ha evidenciado el actual Gobierno federal.

Entonces, ¿Qué hacer para, si no abolir (que sería lo óptimo) al menos reducir a la corrupción en la vida nacional? Así como, al principio de esta larga serie de colaboraciones, decía que la corrupción, a mi juicio, tiene tres puntales, su solución, también a mi juicio, tiene cuatro soportes: Primero es generar la riqueza suficiente para ofrecer niveles y calidad de vida dignos, lo cual nos obliga a reconocer que, querámoslo o no, estamos inmersos en una economía global de índole liberal y, por tanto, es necesario estimular la inversión productiva, tanto privada como pública, para atenuar el impulso de hallar en la administración pública un modo de subsistencia altamente deseable. Lo que implica, por supuesto, garantizar condiciones muy superiores a las actuales en la seguridad de personas y bienes.

Y esto nos lleva a la necesidad de optimizar y eficientar a los sistemas de procuración y administración de justicia, que es el segundo soporte de la solución.

También es necesario que el Legislativo, (federal, estatal y municipal) se aboque, con la atingencia con la que dedica a la legislación electoral, a establecer los mecanismos legales para prevenir la corrupción en la administración pública y, en caso de ser advertida, sancionarla de manera ejemplar.

El cuarto soporte recae en los partidos políticos, quienes, en un honesto acto de autocrítica, habrían de mejorar la aplicación del financiamiento que les otorga la Nación para la formación de gobernantes eficaces «de acuerdo con sus principios, ideas y programas» y así, respondiendo a las esperanzas populares, dirijan los esfuerzos nacionales de pueblo y Gobierno, unidos, construyamos el México próspero, justo y democrático al que desde hace más de 200 años aspiramos los mexicanos.

Con una formación de candidatos con verdadera convicción y compromiso ideológico, las campañas electorales tendrían un enfoque distinto pues una campaña electoral basada en «principios, ideas y programas», dentro de una economía floreciente será más atractiva -y menos onerosa- que una sostenida en imágenes personales dentro de una economía insuficiente y, por supuesto, le evitaría a los aspirantes a candidato los gastos excesivos que les representa una campaña electoral y, consecuentemente, les reducirá la tentación de «reponerse» una vez asumido el cargo al que se aspira.

Cierto es que abolir a la corrupción en México no es tarea sencilla y requiere tanto de un verdadero compromiso con la Patria de quienes tienen la responsabilidad operativa y ejecutiva de hacerlo como de nosotros, los ciudadanos para vigilar el proceso.