La Corrupción (Parte 3)
Por: Juan Alberto Esquivel y Cebrián
En colaboraciones anteriores decía que, a mi juicio, tres son los soportes de la corrupción en México y que la impunidad es el primero o más evidente. Otro es la alta dependencia que, como ciudadanía, tenemos de las promesas electorales y de los muchos programas gubernamentales «para acabar con la pobreza».
Por principio, hemos de reconocer que, como sociedad, nuestra posición, ante esas promesas, es bien ambigua: Nos pitorreamos de ellas y, a la vez, prendemos veladoras para que «ahora si sean cumplidas».
Como sea, esa esperanza de que «aunque no nos cumplió, espero que, a mí, en algún momento, si me aliviane», abre, a los políticos corruptos, un gran espacio de maniobra.
Con relación a los «programas sociales», la cuestión es dramática pues tenemos decenas de años «combatiendo a la pobreza», aplicando cientos, miles de millones de pesos al respecto (por ejemplo, desde 2015 a 2017, el 63 por ciento del gasto programable del Presupuesto de Egresos de la Federación se destinó al gasto funcional en desarrollo social, según datos del CONEVAL) y sin embargo, según datos de la misma fuente, dos de cada cinco personas son pobres, dos más son vulnerables de serlo por sus bajos ingresos y solo una no es ni pobre ni vulnerable.
Pero, como es un secreto a voces que tales programas tienen una clara finalidad clientelar, (a pesar del pie de página que, desde el sexenio de Fox, forma parte de la documentación oficial correspondiente), de hecho, tanto esos programas como la esperanza de que «ojalá ora si me cumpla…»
Se significan como un convenio tácito gobernantes-ciudadanía: «Yo te doy (de la riqueza púbica, por supuesto) y tú me dejas actuar y disponer de los bienes nacionales, sin cuestionarme».
Creo que, con este enfoque, la vinculación de estos «programas sociales» con la corrupción es tan indudable como su ineficacia e ineficiencia, en relación con su meta, pues todos comprendemos que la pobreza no se acaba con la «buena intención» oficial, sino cuando hay suficientes ingresos familiares y éstos se generan cuando se produce riqueza.
Pero, al parecer, es más fácil -y lucrativo- usar a la «pobreza» y al «bienestar del pueblo» como monotema crónico en el discurso político y al asistencialismo como instrumento para mantener e incrementar el clientelismo electoral, que gobernar para estimular la inversión productiva, pero eso bien puede ser tema para otros artículos.