Arqueólogos trabajan en documentar la construcción manual de canoas lacandonas en Metzabok, Chiapas, un proyecto que consiguió traer al presente y difundir entre niños y jóvenes de la localidad, una tradición que no se había vuelto a practicar en más de 40 años.
Son los “hermanos mayores de los cocodrilos” y por esa razón, se dice que siempre y cuando se esté abordo de uno, aquellos reptiles se mantendrán lejos de los navegantes como una señal de respeto al chem, nombre maya dado a las canoas del pueblo lacandón, mismas que, tras una larga ausencia, han vuelto a recorrer el lago Metzabok, en este municipio chiapaneco.
Lo anterior se ha logrado como resultado de un proyecto de etnoarqueología, desarrollado por expertos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) durante tres recientes temporadas de campo, a fin de documentar el método tradicional de elaboración manual de estas embarcaciones.
La iniciativa resultó no solo reveladora para los investigadores de la Subdirección de Arqueología Subacuática (SAS) de la institución, sino también benéfica para los propios lacandones, pues tal conocimiento había caído en desuso al interior de su comunidad.
Incluso, comentó Roberto Junco Sánchez, titular de la SAS, habían pasado al menos 40 años desde que el último cayuco —como también se conoce a los chem— se labró en Metzabok, donde lentamente fueron quedando abandonados dado que, en las aguas, los reemplazaron por botes de fibra de vidrio en los cuales pueden transportarse más personas, como parte de los recorridos turísticos que los lacandones ofrecen para subsistir en complemento a su labor agrícola.
Como un primer punto, los arqueólogos, con ayuda de Josuhé Lozada, director del Proyecto Arqueológico Metzabok, y del lacandón Enrique Valenzuela, su contacto en la comunidad, averiguaron quiénes aún sabían construir un chem desde cero, llegando a Roberto K’in (sol) y Juan Bor (abeja pequeña), quienes tomaron en sus manos el proceso.
Se procedió así a la elección del árbol: una caoba que se compró en un predio particular fuera del Área de Protección de Flora y Fauna de Metzabok, donde la tala está prohibida. Ello implicó hacer viajes de una hora desde la comunidad de Roberto y Juan hasta el sitio en comento, en jornadas que iniciaban a las seis de la mañana y terminaban al mediodía.
La arqueóloga Pamela Lara, adscrita a la SAS, detalló que un requerimiento de los lacandones fue que el árbol debía talarse en un día que hubiera luna llena, para evitar la presencia de insectos que —en cualquier otra noche— carcomerían la madera.
El tronco se dejó secar tres días enteros, luego de los cuales inició el arduo proceso de tallado del cayuco y sus remos: con hacha para los cortes profundos y machete en el caso de los segmentos de mayor detalle; midiendo constantemente los niveles con un hilo pintado con tinta negra, el cual se usaba como guía.
El chem fue tomando forma en su oquedad central, sus extremos, su base e, incluso, en el par de ‘asientos’ que se tallan para el descanso de los remeros; llegando así a una longitud de 5.5 metros, 36 cm de altura y 56 cm de anchura, con una capacidad para transportar, sin dificultad o pérdida de estabilidad, a tres o cuatro ocupantes.
Posteriormente, tras emplear a más de 10 personas para deslizar el cayuco con troncos y cuerdas a un vehículo, el equipo de arqueólogos del INAH solicitó a los lacandones revivir un ritual que, igualmente abandonado, había quedado solo en la memoria de adultos mayores como el señor Rafael K’in, quien lo había heredado de sus abuelos.
El rito, explicó Roberto Junco, consiste en llevar el chem hasta el lago y dejarlo allí una noche entera para que sus “hermanos menores”, los cocodrilos —a quienes se atrae con una ofrenda de dos o tres pescados—, “le enseñen a nadar y a balancearse en el agua”.
El grupo de arqueólogos, que realiza los trabajos de las Canoas lacandonas en Metzabok Chiapas, realizó decenas de entrevistas etnográficas, pudo constatar que, si bien muchos de los antiguos simbolismos del proceso de fabricación se han perdido, aún es notorio que los lacandones ven a estas embarcaciones no como objetos, sino como ‘seres’ en sí mismos.
En este sentido, Pamela Lara resaltó que aunque en un inicio los lacandones (dedicados a la construcción de las Canoas lacandonas) decían no saber mucho de sus antiguos métodos de navegación, con el paso del tiempo se mostró que tales historias y conocimientos subsisten.
“Los niños, quienes cuando llegamos no mostraban mucho interés, era de lo único que hablaban al final de nuestro trabajo en campo. Ellos, incluso, nos llevaban a ver los cayucos abandonados que conocían en el pueblo”, concluyó.
Una prioridad para la Subdirección de Arqueología Subacuática del INAH es acrecentar sus actividades de registro de embarcaciones tradicionales en el territorio mexicano, contribuyendo a su investigación y difusión no solo en artículos de corte científico, sino también por medio de materiales de divulgación para el público en general.
En este sentido, una primera iniciativa, explicó Alberto Soto, fotógrafo en dicha subdirección, será un documental, el cual se encuentra en posproducción y que, a su término en los próximos meses, se estrenará en los canales en YouTube de la SAS y de INAH TV, con la posibilidad de llevarse a festivales de cine afines a su contenido y conocer más sobre las Canoas lacandonas en todo el mundo.
También se contempla diseñar una exposición, la cual gire en torno a esta iniciativa de rescate de técnicas tradicionales de construcción naval, para lo cual se prevé que el chem construido por Roberto K’in y Juan Bor, pueda itinerar por distintos puntos del país como la pieza central de una instalación museográfica temporal.
Por ahora, el “hermano mayor de los cocodrilos” continúa resguardado en Metzabok, tras haber probado con éxito que “aprendió a nadar con agilidad” en el lago de esta comunidad chiapaneca.
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