Por: Juan Francisco Arroyo Herrera

El distinguido, cuanto culto amigo Rafael Ramírez del Palacio, orgullosamente burro blanco, obvio, egresado del siempre glorioso Instituto Tecnológico de Durango, pionero a nivel nacional de profesionales reconocidamente preparados para la industria y el Gobierno en las áreas educativas y orgánica de sus diferentes dependencias, en su gustado, ameno y acreditado programa en la difusora de la insigne Universidad Juárez del Estado de Durango, en cuyas emisiones aborda temas variopintos, tocó  el nostálgico asunto de las bicicletas en el Durango antiguo.

De inmediato recordé el adjetivo que los malquerientes de esta bella Perla del Guadiana nos endilgaban de “rancho bicicletero”. Como si el calificativo fuera tan hiriente. Menos en aquellos tiempos en que el uso de la bicicleta era laboral y recreativo. Sin quema de combustibles, gordas erogaciones que succionaban el exiguo “chivo”, que las señoras de la casa reclamaban en su integridad. Eran artefactos hechos con toda la mano por empresas netamente mexicanas sin las sofisticaciones de ahora: velocidades y otros aditamentos que las encarecen de manera exagerada.

Pero como no la brinco sin huarache, aprovecho las remembranzas de don Rafael para remontarme a las mías, cuando en Guadalupe Victoria, donde cursaba mi educación secundaria, le expropié a don Librado Arroyo Maldonado, mi querido padre, su ostentosa “Phillips” que de inmediato modifiqué. Para aligerarla, le desmonté las polveras y para que su presentación ante la sociedad deportiva no causara hilaridad, eliminé los necesarios pero feos “diablos”, que permitía trasladar a un colado o a quien siempre reclamaba el “rait”.

Junto con algún vecino, compañero de escuela o alguien con inquietudes aventureras, salvábamos la distancia a Ignacio Allende, Calixto Contreras, Ignacio Ramírez y otras localidades visitadas en nuestros seguidos periplos. No me pregunte el propósito que perseguíamos, a lo mejor ninguno. Aunque en mi caso le puedo afirmar que era la pura ilusión de conocer los risueños y pintorescos lugares,  paisajes, miradores y atractivos de las comunidades de los llanos. Le estoy hablando de una edad de quince años, que a lo mejor para algunos precoces se está en edad de merecer, pero la inocencia era tal que eso se da por descontado.

Entre paréntesis le platico que, en aquellos años, el camino de Guadalupe Victoria a Ramón Corona en cuyo trayecto se localizan José María Pino Suárez, el perínclito Felipe Carrillo Puerto, J. Guadalupe Rodríguez, Dos de abril, Antonio Amaro, Cuauhtémoc, López Rayón y otros. La ruta de Guadalupe Victoria a mi natal Carrillo Puerto la cubría don Nino Jaramillo en su histórico camioncito, Arnulfo y Pánfilo Hipólito en una moderna vagoneta. Entre Pino Suárez y la cabecera municipal existía un cenegal que en tiempo de lluvias atrapaba los frágiles vehículos. En ocasiones quedaban  varados por varios días.

Para evitar semejantes peripecias recurría a mi despampanante bicicleta. Con parches y pegamento para el caso de una ponchadura, sin decir agua va y solitario salía a mi pueblo. Algunas veces regresaba el mismo día, otras pernoctaba con mis abuelos maternos, don Marcelino Herrera y doña Gregoria Triana, que siempre amorosos nos acogían a su servidor, mi hermano Pedro, que en Gloria esté, mis primos hermanos Jaime, José y la siempre guapa Lupe, ya al lado del señor.  Estábamos entonces en la secundaria fundada por el profesor Sotero Esquivel Gurrola auxiliado por maestros de primaria de lo que le hablaré en otra ocasión. Todo esto me provocó el programa del amigo Rafael, experiencias que lejos de traer nostalgias o tristezas, son vivificantes, motivantes.