Greguerías gregarias
Por: Juan Francisco Arroyo Herrera
De aquí y de allá… Una afamada revista de circulación internacional incluía dentro de sus páginas una sección denominada “Risa, remedio infalible”. Relataba anécdotas y chistoretes color blanco, que aun así arrancaban carcajadas a los leyentes. Si mal no recuerdo, el espacio estaba abierto a todos los lectores que podían enviar uno o varios chascarrillos, que de ser seleccionados se hacían acreedores a un premio, lo que acrecentaba el interés por participar. Desde luego había también publicaciones especializadas cuyo contenido estaba cargado de relatos color rojo para arriba, reservados para el “peladaje”, que se revolvía en su propia barriga de las risotadas. Asimismo recuerde caro lector a “ja-ja” catalogada dentro de las suaves.
Por esto es que para que su cuerpo se nutra de toda la gama de vitaminas y defensas quiero recordar con usted algunas de las puntadas de don Jesús González Leal, más conocido como Chis Chas, oriundo de “Cadeleita”, según decía él, en el estado de Nuevo León. Sumó cerca de veinte casetes que sigo escuchando y cada día disfruto más, sobre todo por su gracia para contarlos. En mi opinión, Chis Chas que nos dejó en el dos mil es el mejor cómico en su género de todo México.
Por ahora inicio con el siguiente: “Jubiloso, venía un anciano gritando por el pasillo del asilo, dirigiéndose a enfermeras, doctores, afanadores y camilleros. ¡Cuántos años creen que tengo, cuántos años creen que tengo! Cada uno daba su respuesta, hasta que él precisó su edad: ochenta años. Siguió su camino y en el patio de la casa asistencial se encontraba una tierna octogenaria. ¿Cuántos años cree que tengo Chavelita? A ver, acérquese; al hacerlo, la dama introdujo su mano extendida en la entrepierna. Primero el –le dice- lado izquierdo por largo rato, luego el derecho por un tiempo mayor; enseguida junto sus manos durante un lapso prolongado. “Ochenta años”, le dijo displicente la mujer. ¡Ah caray!, pero como lo supo tocando mis partes pudendas. “No fue eso, contestó ella, ¡te oí desde que venías allá!”.
No sé si recuerde el mexicano boxeador que en su rostro conservaba dibujadas hasta las uñas de su mastodonte adversario. Seminconsciente era trasladado en una camilla. Con remordimiento, su manejador que minutos antes arengaba para que le respondiera al diluvio de golpes. Con un dejo de conmiseración se acercó y le dio unos golpecillos en el rostro con el anverso de su mano. En eso, el yaciente cristiano entreabrió los ojos y su tutor deportivo le dijo: “Que susto le diste al tipo, ya ni tiznas”. ¿Lo noquee preguntó optimista el pugilista? “Nooooo, ¡creyó que te había matado!”.
También el de la dama que garbosa abordó el camión urbano, del brazo de su pequeño vástago, que entre paréntesis estaba demasiado curiosito. En cuanto subió, el chofer, que excuso decirles, era un reverendo barbaján: burlesco, ordinario; muy cargado el bato. Y le echó la caballería a la impotente madre y a la inocente criatura cuyo pecado fue venir a este mundo sin haber pasado el proceso de retoque. La señora hizo cuanto pudo para defender la humanidad del crio y le replicaba enérgicamente. Todavía al sentarse algo furfullaba y llamó la atención del pasajero vecino. Metiche como él solo, interrogó: ¿Qué le sucede señora? “El baboso chofer insultó a mi niño, pero ahorita va a ver”. “Sí, si señora; vaya, vaya”, -le animó su ocasional conocido-; vaya mientras… ¡yo le cuido su chimpancé!
Aquellos chicos, que nunca ocultaron sus inclinaciones, organizaron un convite no apto para palurdos. Repartieron comisiones, señalaron día, fecha y hora. Contra su costumbre Gabino se apergató y llegó tarde, porque para colmo olvido la dirección y como pudo arribo al punto de encuentro. Primero con delicadeza, tocó el portón. Nada. Apretó el puño, de la mano; pego más fuerte y más insistente. A las cansadas, del fondo del recinto se oyó una cantarina voz: ¿Quieeeeén? ¡Gabino! ¿Cuál Gabino? “Gabino el jo…ven; si fuera Gabino Barrera ya hubiera tumbado su méndiga puerta”.
El sujeto, era esclavo del café. En cuanto sorbía una taza seguía con la otra, otra y otra, así todo el día. Pero llegó la ocasión, que por andar de nochero, con algo tropezó; con su circunferencial cuerpo rodó por aquellos lodos fracturándose varias costillas que al ser intervenidas lo inmovilizaron, pues además hubieron de entablillarlo. Pero el condenado vicio: “Doctor, doctorcito, enfermera, señorita, quiero mi café. La respuesta era la misma, un no rotundo. Al quedar a solas con su adjunta rogóle: “Tráeme un café”; pero viejito ya te dijeron… Con una tiznada, tráeme un café, vete a la casa”. La sumisa mujer se constituyó en su cocina, preparó un humeante café aderezado con panela, vulgarmente conocida como piloncillo y regresó al lecho del doliente cónyuge, “¿A ver, y ahora cómo te lo doy, si estás entablillado”, “Con un enema”? La dócil mujer, con sus gráciles manos depositó el líquido en el recipiente y procedió a aplicarlo por los conductos convencionales. De pronto se oyeron unos escalofriantes ayes. ¿Qué viejito, está caliente?, preguntó la abnegada esposa…. ¡No le pusiste azúcar!
Algo raro traía el hombre ese día. Primero se le acercó un sujeto arrancherado y le preguntó “Oiga mi amigo, ¿no vio al tipo que doblo la esquina? “No, le contestó, desde que la conozco así ha estado. El individuo se retiró socarronamente, pero de inmediato llegó otro y sin más le comentó: “Que Desgraciada crisis verdad; -Sí esta gacha-, respondió… ¡No, no pero esta cañona! Con decirle que si en este momento me dan cien pesos por mi castidad, le entregó ¿Usted no traerá de casualidad los cien pesos?, le imploró. -No, fíjese que no. Bueno, manifestó el recién llegado, ¡Vamonos, después me los da!