Empleadas de una guardería administraban Benadryl a los niños para que “no molesten”
22/05/2025 - Hace 9 horas en MéxicoEmpleadas de una guardería administraban Benadryl a los niños para que “no molesten”

Lo que parecía una siesta tranquila en una guardería de Forsyth, Georgia, escondía una alarmante verdad. En marzo de 2025, tres trabajadoras fueron arrestadas por haber administrado Benadryl, un medicamento de venta libre con efectos sedantes, a varios niños pequeños sin ningún tipo de prescripción médica. El motivo detrás de esta decisión fue tan brutal como cotidiano: querían que los menores durmieran para poder trabajar sin interrupciones.
El escándalo no solo encendió las alarmas locales, sino que también expuso una práctica que, aunque silenciada, no es nueva: la sumisión química infantil.
El caso de Georgia no es aislado. Desde hace años, existen reportes de madres, padres y cuidadores que recurren al uso indebido de medicamentos para inducir el sueño en niños activos o difíciles de calmar. Desde benzodiacepinas disueltas en leche hasta jarabes calmantes “herbales”, la intención es la misma: apagar a los niños.
Esta práctica, además de ser peligrosa, es considerada una forma de maltrato infantil. No se trata de errores médicos ni de tratamientos autorizados, sino de una manipulación farmacológica destinada únicamente a eliminar la incomodidad que puede provocar la energía infantil. En palabras simples: es violencia.
Detrás del uso de sedantes hay algo más profundo: una sociedad que no tolera a los niños cuando lloran, hacen ruido o exigen atención. El fenómeno se ha bautizado como sumisión química, y aunque suele asociarse con crímenes de violencia sexual, también se manifiesta en situaciones domésticas y escolares, donde la niñez es vista como una molestia que debe ser contenida.
Este rechazo no es exclusivo del hogar. En redes sociales, por ejemplo, proliferan mensajes de odio hacia los niños. Desde comentarios sarcásticos hasta comunidades completas que celebran la “libertad sin niños”, los menores son tratados como una amenaza al confort adulto.
La historia se repite. En la Inglaterra victoriana, se comercializaban jarabes como Godfrey’s Cordial, mezcla de opio y alcohol, usados para tranquilizar a los bebés de clases trabajadoras. Lo mismo ocurría con el carminativo de Dalby o el famoso Mrs. Winslow’s Soothing Syrup. Aunque se vendían como “inofensivos”, provocaron miles de muertes por intoxicación.
Aún más estremecedor es el uso de sedantes en contextos de abuso sexual infantil. Se han documentado casos donde menores fueron drogados con benzodiacepinas para anular su voluntad e incluso su capacidad de recordar lo sucedido. Un estudio forense realizado en Alicante, España, reveló que el 6.7% de los abusos sexuales a menores presentaban indicios de sumisión química.
Los efectos no son solo físicos. Las víctimas presentan confusión, lagunas mentales, miedo persistente, irritabilidad y vergüenza. Un daño profundo que deja huellas difíciles de reparar.
Más allá del crimen o del castigo, lo que realmente preocupa es la cultura que permite y hasta justifica estos actos. En lugar de acompañar y comprender, muchos adultos buscan controlar y silenciar. Y así se invierte la lógica: a los niños se les exige actuar como adultos, mientras los adultos se comportan como quienes no saben contener la frustración.
Incluso sin llegar al delito, se visibiliza un problema estructural. Desde prácticas como “sientalo en la cocina para que no moleste”, hasta frases como “los niños arruinan la paz”, todo apunta a lo mismo: un deseo de moldear la infancia a las expectativas del mundo adulto.
El caso de Forsyth debe marcar un antes y un después. No solo por la justicia que merecen los niños afectados, sino porque nos enfrenta a una verdad incómoda: en muchos contextos, la infancia no es respetada, solo tolerada si no incomoda.
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