Por: Guillermo Fabela Quiñones

El futuro de Durango depende de las decisiones que se tomen con respecto al proceso electoral del próximo año. No es una exageración decirlo así, sino una realidad fundada en hechos concretos, tales como el imperativo de romper los cotos de poder que se conformaron a partir de que se fortaleció una corriente política que al paso del tiempo se convirtió en hegemónica. Sin dar este paso será impensable un cambio de fondo en la estructura política que inmoviliza a la sociedad.

La cuestión de fondo es cómo hacerlo sin provocar una inestabilidad que conduzca a complicaciones cada vez más difíciles de superar, como sería el caso en una sociedad como la duranguense, caracterizada por la indefensión de las clases mayoritarias, inmovilizadas y sin conciencia. El riesgo es mayúsculo, pues los grupos dominantes en ocho décadas se vieron enfrentadas a un factor innovador: el sacudimiento inesperado que sufrió el sistema político con la irrupción de una nueva fuerza política.

Para su fortuna no proviene del partido en el Gobierno (por el momento sin consolidarse), sino del líder carismático que ha sabido aprovechar el analfabetismo político de las masas. Así como pudo movilizarlas en el 2018 para que apuntalaran su triunfo indiscutible en las urnas, aún lo puede seguir haciendo en las entidades más atrasadas, donde es fácil convencer al pueblo de que la solución a sus problemas está en el proyecto trazado por el hoy presidente López Obrador.

Sin embargo, la realidad no aporta información para asegurar que así puedan suceder los hechos. El mismo atraso socio-cultural de Durango es un factor indubitable de que la fractura de la hegemonía priista será aprovechada, paradójicamente, por las mismas fuerzas que se fracturaron en el 2018, una vez que el partido fundado por el Ejecutivo federal fue perdiendo el rumbo en contiendas internas, las cuales si no fueron alentadas por el propio mandatario, si fueron creciendo por la omisión de éste a los problemas suscitados por los grupos dominantes en su interior.

En este momento, la lucha por ganar terreno en la contienda del próximo año amenaza con salirse de control, debido a que los líderes de cada grupo están dispuestos a ganarla, sin el temor de enfrentar a un partido que no cuenta con liderazgo real, como es del dominio público. El divisionismo que surgió desde que Morena se convirtió en el partido en el Gobierno, se consolidó una vez que el presidente demostró su desinterés en fortalecerlo y hacerlo el escudo ideológico del nuevo régimen, el de la llamada Cuarta Transformación.

En los hechos, lo demostrable es que de llevarse a cabo su fortalecimiento, será bajo los auspicios de las cúpulas, de modo que se aseguren sus intereses básicos en la economía nacional, como es comprobable en un modo de relaciones entre Gobierno y sector privado que no implica rupturas ni desasosiego. En este sentido, los problemas para el régimen de la 4T no se dan arriba, en las élites, sino en las organizaciones que se quedaron sin más sustento político que los partidos, cuyo único sostén es la estructura electoral: INE y TEPJF.

El riesgo mayor es que los suspirantes a las gubernaturas en juego el próximo año, sin limitaciones de ninguna índole van a poner en jaque a sus respectivas entidades federativas. El peligro mayor es en Durango, tanto por el vacío de liderazgo en Morena, como por los pleitos internos en la alianza tripartita (PRI-PAN-PRD). Es de tal magnitud la crisis política anunciada que sólo hay un camino a seguir para evitarla: empatar las elecciones estatales con la federal en el 2024. No hacerlo es una inevitable invitación al caos.

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