Un día como hoy, 11 de mayo de 1846, el presidente de Estados Unidos, James Knox Polk, solicita al Senado de su país declarar la guerra contra México. Una guerra que vivirá en la infamia.
Cuando ya las tropas norteamericanas han entrado a territorio de México y entablado algunos combates y escaramuzas con los mexicanos, Polk envía un mensaje al Senado cuyo argumento principal para la declaración de guerra a México es: »México ha traspasado la línea divisoria de los Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio; ha derramado sangre americana en suelo americano y ha proclamado que las hostilidades se han roto y que las dos naciones se hallan en guerra. Yo pido la acción pronta del Congreso reconociendo la existencia del estado de guerra y poniendo a la disposición del Ejecutivo los medios necesarios para proseguir la lucha con todo vigor, lo que apresurará el restablecimiento de la paz».
Para esta fecha, las fuerzas mexicanas ya han sufrido las dos primeras derrotas en el noroeste, en Palo Alto y la Resaca de Guerrero o de la Palma, los días 8 y 9 de mayo, respectivamente.
Desde su campaña en 1844, el candidato demócrata a la presidencia, James Knox Polk, basó su plataforma política en un ambicioso programa expansionista que incluía la anexión de Texas y el territorio de Oregón en poder de los británicos, así como la ampliación hacia Canadá, además de obtener por compra o conquista Nuevo México y California.
Desde los tiempos de Thomas Jefferson, quien como presidente inició la remoción india (expulsión de los indígenas de sus tierras ancestrales o su exterminio) y envió a Lewis y Clark a explorar el oeste hasta el Pacífico para una futura expansión, los estadounidenses codiciaron los despojos que dejaría el inminente colapso del imperio español: “Nuestra confederación ha de ser considerada como el nido del cual partirán los polluelos destinados a poblar América, el peligro actual no radica en el hecho de que España sea la dueña de extensas posesiones americanas, sino que en su debilidad permita que caigan en otras manos, antes de que seamos lo suficientemente fuertes para arrebatárselos, parte por parte.”
Estas palabras de Jefferson también reflejaron dos ideas que desde el siglo XVI habían estado en la mente de los ingleses, excluidos por el Papa del reparto de América desde 1493: el odio a los españoles por ser una raza mezclada con todos los vicios y pecados imaginables, y la convicción de que los anglosajones son preferidos por Dios y están predestinados a redimir al mundo. Estas creencias las trajeron consigo los puritanos ingleses que arribaron a América para fundar las colonias que después se constituirían en los Estados Unidos, además de su propósito de glorificar a Dios mediante el trabajo y una vida honesta y próspera, en la que la riqueza no era pecado, la pobreza era la reprobable, en tanto que era evidencia de ociosidad y vicio.
Siglo y medio después, esta verdad religiosa se transformó en verdad política y los Estados Unidos se convirtieron en el país elegido para llevar al mundo, por las buenas o las malas, por el camino correcto, para lo cual se sentían obligados a hacer crecer su territorio, sobre todo hacia donde imperaba la tiranía y la corrupción, como pensaban de Nueva España y después de México. Así, para el presidente John Quincy Adams todo el continente debía ser poblado por una sola nación, la de ellos, con una única lengua y los mismos principios religiosos, políticos, económicos y hasta costumbres similares. La doctrina del presidente Monroe confirmó su “derecho” sobre el continente americano, su anhelo de hacerse de los restos que quedaban de la desintegración del imperio español sin injerencia de las potencias europeas. Otro presidente norteamericano, Jackson, expresó que Dios había escogido a los estadounidenses como guardianes de la libertad y era su deber intervenir en donde no la hubiera.
Así se fue conformando la idea de su “destino manifiesto”, como un derecho concedido por Dios a los norteamericanos blancos de habla inglesa para ocupar y “civilizar” con su democracia y sus altos ideales protestantes los territorios deshabitados o poblados por nativos, o mestizos y españoles católicos, como lo sintetizó en 1845 el periodista John L. O’Sullivan en la revista Democratic Review de Nueva York: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.” Con base en estas “convicciones”, durante los años previos a la declaración de guerra, la propaganda de su gobierno animaba al pueblo norteamericano a marchar sobre México, en donde privaba la anarquía, el derroche, el ocio y la corrupción.
Desde la consumación de su independencia, los Estados Unidos iniciaron su expansionismo, como lo advirtió el conde de Aranda a Carlos III desde 1783. Compraron la Luisiana a los franceses y a los españoles las Floridas, disputaron con los británicos de Canadá, avanzaron al sur sobre el territorio indio masacrando a los indígenas y, finalmente, pusieron sus ojos en los territorios que les permitieran llegar al Pacífico.
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