Por: Guillermo Fabela Quiñones

El pasado viernes, el presidente López Obrador informó que utilizará parte del presupuesto que corresponde a los estados para financiar la expansión de los programas para el bienestar. Esta decisión, de llevarse a cabo, puede tener consecuencias adversas a mediano plazo; en lo económico, en cuanto afectaría programas estatales en marcha; en lo político crearía un clima de nuevas tensiones entre la Federación y las entidades federativas, y en lo social daría margen a que algunos gobiernos argumentaran que se les reducen las posibilidades para atender problemas regionales prioritarios.

Aunque se tendría que esperar una información más precisa sobre este asunto, es oportuno señalar la inconveniencia de crear nuevos conflictos entre los estados y la Federación, cuando el país está en riesgo de ver agravada la realidad imperante, de por sí dramática tanto por la pandemia como por la escalada de violencia cuyas causas no se han desentrañado. Se podrá argumentar que de ese modo se tendría más control de los recursos destinados a los programas sociales, pero el tema prioritario en este momento es crear condiciones para un bienestar fundado en acciones concretas, no en mecanismos que ocultan las causas estructurales de la pobreza.

Lo conducente es legislar para lograr un nuevo pacto entre la Federación y las entidades federativas, para que se fijen reglas muy claras sobre la operación de una estrategia cuyas consecuencias serían determinantes para las nuevas generaciones. Es inaceptable que se lesione el desarrollo regional más de lo que ya está por las políticas públicas neoliberales. Lo que se necesita en este momento es un trabajo conjunto entre ambas partes sobre bases financieras que no afecten los presupuestos estatales. ¿Por qué no pensar en una reducción del pago de intereses del Instituto de Protección al Ahorro Bancario (IPAB), antes Fobaproa, a los agiotistas internacionales?

Esto es impensable cuando no hay condiciones objetivas, pero al menos se podría demostrar con hechos concretos una mínima voluntad para fortalecer la capacidad productiva del país, en un entorno urgido de políticas públicas que generen bienestar y desarrollo social sobre bases financieras sanas. No se le ve sentido racional desviar recursos a los estados con una finalidad improductiva, como sería el caso. Los programas para el bienestar deben verse con una óptica progresista, no clientelar. Cabe recordar que lo que se llamó “milagro económico mexicano”, fue un crecimiento real fundado en la rectoría del Estado con visión de futuro. Se impulsó la industrialización con políticas públicas que generaron valor agregado a lo hecho en México.

En este momento crítico, no solo en nuestro país sino en buena parte del mundo, tanto por la pandemia como por los abusos del neoliberalismo, lo que necesitamos los mexicanos es un “nuevo milagro económico”, el cual no nos caerá del cielo sino de una visión progresista del ejercicio público. Así como las guerras, como decía Napoléon, “se ganan con dinero, dinero y más dinero”, la batalla contra la pobreza se ganará del mismo modo. Nunca será posible lograrlo quitando dinero aquí para ponerlo en otro lado con fines clientelares. Es hora de generar riqueza, y esto sólo se logrará con voluntad política y visión para vislumbrar el futuro.

Así como la Europa arrasada por la Segunda Guerra Mundial pudo recuperarse con el “Plan Marshall” (dinero invertido por el país más beneficiado, Estados Unidos), así en este momento necesitamos un plan similar, el cual debería ser la prioridad de la Cuarta Transformación como motor de las inversiones que debe concretar el sector privado y que hasta la fecha ha incumplido, acostumbrado como está a poner un peso cuando ha recibido cien del Gobierno.

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